

Tanto el incidente provocado por el diputado Jatar Fernández como las declaraciones del senador Gustavo Leite sobre el criadazgo, responden al estilo cartista de gestionar los residuos que quedan de la administración de lo público en Paraguay. Este estilo se define por el modo patota que consiste en imponer su propia legalidad violenta y prepotente en el territorio ocupado. De hecho dicha modalidad tampoco es una creación local porque es el rasgo constitutivo de la ultraderecha global. En el lenguaje del senador Leite, este modo patoteril sería como lo natural del ser ultraderecha.
Este comportamiento que ya configura una de las pautas que definen al cartismo, conforme a los planteos de Marcello Lachi, en realidad se vincula con un uso instrumental que el mismo hace del neofacismo para el logro y el sostenimiento del único objetivo importante: tener el control del Partido Colorado. Este uso instrumental se inició al final del 2020 (Lachi) mediante la inclusión “en sus discursos y prácticas de las ideas neofacistas más modernas y que estaban teniendo tan amplia aceptación tanto en Brasil como en una amplia faja de la población latinoamericana”. De esta manera, el cartismo dejó a un costado su perfil neoestronista para asumir “por lo menos de manera formal y táctica, conceptos y propuestas neofacistas”.
El problema con esta decisión es que el cartismo se constituye en la contracara de lo enunciado en el Estatuto de la Asociación Nacional Republicana. Por ejemplo, en dicho conjunto de normas que tiene fuerza de ley para la referida organización política, puntualmente en su capítulo II denominado de los Fines, se enuncia en el inciso a, lo siguiente como un fin del Partido Colorado: “Bregar por la vigencia irrestricta de los DERECHOS HUMANOS (las mayúsculas corresponden al original), único fundamento sobre el que se construirá una sociedad igualitaria, a cuyo efecto propiciará la remoción de los obstáculos de orden político, social y económico que la impiden”. Los incisos b y c, por su parte se refieren a la conservación y valorización de bienes culturales, a la compatibilización del dominio de la naturaleza con la calidad de vida, a la preservación del medio ambiente y al desarrollo de “una sostenida acción política y educativa tendiente a enaltecer los valores de la democracia, con expresa desautorización de los métodos de la acción directa o la violencia en la lucha por el poder político”. Asimismo, el inciso d, incluye “el desarrollo equitativo de la comunidad, mediante la admisión del pluralismo ideológico en la formación de la voluntad política de la Nación, preservando y pugnando por enaltecer el nacionalismo en salvaguarda de su identidad cultural”.
Este significativo distanciamiento del cartismo de los fines partidarios definidos estatutariamente, implica un desplazamiento de la identidad (al menos formal) de la ANR por un proyecto político neofacista. Lachi se interroga si este desplazamiento supone “una profunda modificación cultural y política interna, o solamente se ha tratado de un proceso de mimetización táctica, necesario para superar exitosamente los desafíos electorales”. En tanto queda abierta la interrogante, el cartismo sigue con el control del poder y el discurso que se compromete a instalarse como una barrera ante “ideologías foráneas ajenas a la cultura tradicional del Paraguay”, funciona en la práctica. De esa forma, por ejemplo, logró desmontar el proceso de Transformación Educativa, dejando al MEC sin plan. Formalmente los ejes originales de la propuesta educativa (enfoque de derechos, inclusión e interculturalidad) fueron reemplazados por “valores y familia, patriotismo y cultura, enfoque comunicativo y tecnológico”.
En este contexto, los reiterados comportamientos del diputado Jatar Fernandez y del senador Gustavo Leite simplemente renuevan cotidianamente el persistente trabajo del cartismo consistente en la difusión constante de ideas, prácticas y principios neofacistas en la sociedad paraguaya. Ellos denominan a este ejercicio “patriotismo”, “respeto a la paraguayidad”, “protección de los valores naturales”; en la práctica, implica progresivo desmonte del Estado Social de Derecho, estigmatización de la defensa de derechos humanos, rechazo a la crítica, a la diversidad; en definitiva, una entusiasmada apuesta por impulsar una visión antidemocrática de la política. Tiene razón Lachi cuando señala que este comportamiento no puede ser minimizado ni olvidado simplemente como si fuera un subproducto de la campaña electoral. “Hay que asumir que las ideas neofacistas han empezado a difundirse concretamente en la sociedad paraguaya, produciendo efectos cada vez más duraderos en importantes estratos de ésta y que, aunque estos quizá no resultan ser todavía mayoritarios en el país, al mismo tiempo tampoco son muy reducidos, y no deben ser, por eso, subestimados”.
Este proyecto, entre otras violencias, despoja de su dignidad a diversas formas de vida, en particular aquellas que no se conforman a sus designios mediante un plan de apropiación y explotación que exige la permanente práctica del odio, el insulto, la amenaza, la discriminación y el abuso. Debe quedar claro que a la ultraderecha no le interesa la política, le interesa la opinión pública que opera desde la emoción inmediata, sin conciencia histórica, memoria y que se alimenta de la sensación de que alguien de afuera tiene la culpa de lo que pasa y que ese alguien debe ser eliminado.
Queda planteado así que con esa práctica no es posible construir una sociedad democrática, garante de derechos humanos sino más bien una asociación criminal en la que el gobierno de los canallas no es capaz de escuchar a nadie, sólo se satisface en el goce permanente del odio hacia el diferente.
Fuente: https://www.serpajpy.org.py/el-gobierno-de-las-patotas.html