Por Nathalie Beghin *
Recientemente, a raíz de las dramáticas consecuencias de la crisis sanitaria, social y económica derivada de la pandemia del Covid-19, han crecido en el mundo las propuestas para implementar una renta básica universal (RBU). La difusión de estas ideas se ve reforzada por el temor a que la transición a la economía 4.0 provoque grandes oleadas de desempleo como consecuencia de un nuevo mercado laboral incapaz de absorber los antiguos puestos de trabajo, especialmente los de baja cualificación. Latindadd también ha analizado el tema promoviendo importantes reflexiones que presentan la RBU como solución adecuada para la inclusión social. Sin embargo, en mi opinión, la RBU está plagada de problemas que requieren nuestra atención.
Las ideas en torno a este mecanismo son antiguas y generalmente difundidas por el pensamiento liberal. Es una acción del Estado que transfiere regularmente una renta monetaria a los y las habitantes de un determinado territorio, de forma individual e independientemente de su situación económica o de sus necesidades laborales. No hay ninguna condicionalidad para recibir este beneficio, las personas lo reciben simplemente porque existen.
Las cuestiones que plantea el proyecto son muchas y diversas. El primero de ellos es el refuerzo de las desigualdades, especialmente las de género y raza/etnia. En efecto, tratar a los desiguales por igual hace que todos mejoren su situación, pero no resuelve las inmensas distancias que separan a las mujeres de los hombres, a los negros y a los indígenas de los blancos. Además, para las comunidades originarias, las respuestas monetarias no son necesariamente adecuadas para abordar sus problemas, que tienen más que ver con el acceso a la tierra y los territorios y el respeto a sus culturas y derechos. En definitiva, la RBU podría terminar siendo una medida sexista y racista.
Una financiación adecuada de la RBU requiere el abandono de las políticas de protección social, ya que no es posible que el Estado sostenga estas dos dimensiones. La transferencia de ingresos a toda la población, incluso con valores cercanos a los bajos umbrales de pobreza de las organizaciones internacionales, costaría al menos el 10% del PIB de los países. Es por esta razón que ningún país ha aplicado hasta ahora la Renta Básica Universal. Las experiencias existentes son pocas y aisladas, como en el caso de Alaska, y a menudo son suspendidas, como en los ejemplos de Finlandia y Ontario (Canadá). Además, entregar una RBU a los más ricos tiene poco sentido en nuestra región, especialmente cuando se sabe que difícilmente lograremos que este grupo de la población pague más impuestos para financiar programas de esta naturaleza.
Otro reto de la RBU es que elimina la centralidad del trabajo, pero no propone nada en su lugar. Ataca el contrato social basado en la inserción a través del trabajo presentando una solución que agudiza el individualismo, la lógica del mercado y la monetización de los beneficios sociales. La idea de solidaridad basada en la mutualización de los riesgos inherentes al trabajo, base del estado de bienestar occidental, se pierde.
La resistencia de las autoridades y de gran parte de la sociedad sigue siendo grande. Por ejemplo, en 2016, Suiza celebró un referéndum y la abrumadora mayoría de la población (77%) rechazó la propuesta de una renta mensual de 2.500 francos suizos (unos 2.500 dólares estadounidenses) para cada adulto y 625 francos suizos para cada menor de 18 años. Como ya se ha dicho, se han interrumpido varias iniciativas puestas en marcha en Europa y América del Norte.
Se puede deducir que, tal vez, la Renta Básica Universal no sea una solución adecuada para nuestros problemas sociales. Lo más apropiado seria universalizar derechos básicos como la educación, la salud y las pensiones, así como ampliar programas de transferencia de renta focalizada en las poblaciones empobrecidas para garantizar mínimos sociales.
El mundo del trabajo no se acabará. La cuestión es cómo hacer para que la tecnología y la globalización favorezcan a las clases trabajadoras, contribuyan a la redistribución de la riqueza y combatan la “precarización” o el “precariado”, como algunos llaman a la “nueva cuestión social” del siglo XXI (desempleados, desanimados, informales y subempleados).
Otro reto es cómo insertar a los grupos de la población excluidos y que no se reconocen en nuestros Estados. Es el caso de las mujeres, ya que las políticas públicas han contribuido muy poco a combatir el patriarcado y la desigualdad de género; de la población negra y de los pueblos indígenas que sufren diariamente las consecuencias del racismo institucional; y de los jóvenes que han sido abandonados por los poderes públicos.
Necesitamos construir un Estado Social financiado con justicia, de ahí la urgencia de aprobar reformas fiscales progresivas que frenen la evasión y elusión fiscal y que se adapten a los nuevos tiempos de la economía digital y la transición energética. También debemos mejorar los mecanismos de aplicación de las políticas sociales, ampliando su cobertura y combatiendo el racismo y la desigualdad de género.
Es necesario implementar programas de transferencia de ingresos focalizados para garantizar unos estándares sociales mínimos. Por último, es necesario estimular la generación de empleo e ingresos dignos relacionados con la nueva dinámica económica, el medio ambiente y el cambio climático. Esperamos que los nuevos vientos que soplan en América Latina, con gobiernos que declaran su compromiso con sus pueblos, promuevan una agenda de desarrollo sostenible, feminista y antirracista.
*Economista (Université Libre de Bruxelles) con doctorado en políticas sociales (Universidade de Brasília). Coordinadora de la Asesoría Política del Instituto de Estudios Socioeconómicos (Inesc), Brasil. Actualmente es copresidenta de Latindadd, por el período 2022 – 2024.
Fuente: Latindadd – Red Latinoamericana por Justicia Económica y Social