Por Salvador Romero Ballivián*
El 15 de setiembre, instituido como Día de la Democracia, constituye un momento propicio para reflexionar sobre los alcances de la democracia en América Latina: apreciar sus avances, sopesar los retos, tensiones y dilemas, medir los retrocesos, plantear algunas interrogantes sobre su futuro.
Las más de cuatro décadas de democracia son el periodo más largo de este régimen en la historia regional. La afirmación es igualmente válida para la mayoría de los países considerados individualmente, si bien las evoluciones no son homogéneas ni desprovistas de cortes. A la vez que se desmintieron los temores de la transición de una fugaz “primavera democrática”, se alcanzaron logros históricos, entre ellos, el final de la violencia política (guerras civiles, guerrillas, represión estatal masiva) y el sometimiento militar al poder civil.
Con personalidad propia destaca la sucesión de elecciones nacionales pacíficas, imparciales, pluralistas y con horizonte de alternancia. Hoy, se celebran con mejor equidad en la competencia (regulación del financiamiento); representatividad (mayor presencia femenina en espacios de poder, por más que falte trayecto por recorrer, y acciones afirmativas para grupos diversos) y transparencia a través de verificaciones nacionales e internacionales independientes. Indisociable de este logro es el fortalecimiento de organismos electorales idóneos y profesionales, con atribuciones sólidas. Ellos sostuvieron los procesos electorales en las adversidades de la pandemia.
Asimismo, se ha creado una red institucional para la protección de antiguos y nuevos derechos, con un énfasis en los derechos humanos y la protección ciudadana (Tribunales constitucionales, defensorías del Pueblo, superintendencias, etc.).
El panorama incluye también significativos desafíos. Ciertamente, América Latina ilustra la inevitable tensión de la democracia en el vértice de un régimen político y de procedimientos para el reemplazo institucional de los gobernantes; un sistema de valores e ideales, que aspira a la libertad y la igualdad; y gobiernos honestos y responsables que generen condiciones para el desarrollo individual y colectivo.
Los resultados, en especial en el campo social y económico, fueron inferiores a las expectativas. La frustración aviva el descontento con las instituciones, procedimientos y actores de la democracia. El fenómeno no es exclusivo de América Latina, pero se acentúa por las fragilidades económicas que impiden consolidar los avances; las desigualdades estructurales (socioeconómicas, territoriales, culturales); la mediocre calidad de los servicios públicos; la corrupción que socava la confianza. La pandemia del coronavirus corroboró la debilidad del Estado como protector social.
En tanto, muchas tensiones provienen del choque entre la adhesión a principios democráticos y las excepciones justificadas en situaciones concretas, con argumentos ad hoc. Numerosos sectores aceptan ignorar reglas según el actor que se juzga y también se toleran restricciones de derechos si se aplican a grupos criticados.
Los desafíos nuevos emergen del doble rostro de las tecnologías de la comunicación, cuyos efectos superan con creces el ámbito político. Ofrecen oportunidades de comunicación horizontal, de múltiples polos; democratizan el debate; facilitan la eclosión de voces plurales, diversas y alternativas; la construcción de liderazgos por fuera de los canales habituales; la organización y movilización desde la base, al margen de estructuras. Por otro lado, algunos de sus usos amenazan bases democráticas al ser un megáfono (de bajo costo) de noticias falsas, desinformación y teorías de complot; crear burbujas de creencias y sentimientos en comunidades virtuales cerradas que facilitan que se expandan, radicalicen y legitimen discursos polarizadores.
Los retrocesos ensombrecen el paisaje. La calificación democrática se estanca o decae en la mayoría de los países. En varios, el Estado de derecho y la competencia política se fisuran con la tendencia al copamiento gubernamental del aparato judicial, el vaciamiento de las instituciones de contrapeso y el acoso judicial a opositores e independientes. A su vez, los innegables avances en la libertad de expresión topan con el amedrentamiento a los medios y periodistas. La peor nota cae en Venezuela y Nicaragua, devenidos regímenes autoritarios, mediante deslizamientos progresivos, bajo el mandato de autoridades elegidas, al menos la primera vez, en comicios libres.
Más allá de los factores políticos e institucionales, la violencia azota la región con el mayor índice de homicidios. El Estado pierde el control sobre áreas de su territorio, convertidas en zonas de no–derecho o se colude con grupos criminales, en un juego de ganancias particulares y pérdidas colectivas. Desbordado por el poder económico y la potencia de fuego del crimen organizado, asiste impotente a su intervención en la arena electoral, en especial local o parlamentaria, donde apunta al manejo territorial para sus tráficos y producciones múltiples.
La evolución democrática multiplica las paradojas. La subnacional contrasta el logro fundamental de la descentralización con una calidad democrática local inferior a la nacional. En la de género, el progreso de la participación de la mujer tiene como contracara la violencia política de género, asentada en un viejo fondo cultural. La del malestar con los políticos suele conducir a medidas (reducciones salariales, eliminación de curules, prohibición de la reelección parlamentaria, etc.) que, a la larga, merman la efectividad de la democracia. Por último, la paradoja de la política social contrasta medidas para atacar la pobreza -más que la desigualdad- con su uso en lógica clientelista.
El futuro abre interrogantes que, según las respuestas, moldearán el perfil democrático de los próximos lustros. Las actitudes, expectativas, temores y comportamientos de las generaciones nacidas alrededor del cambio de siglo serán relevantes. Su ambivalencia podría desembocar en escenarios políticos volátiles e imprevisibles. Lo mismo aplica para las clases medias, cada vez más amplias, pero dubitativas sobre la solidez de su estatus. Asimismo, se desconoce el impacto político del cambio climático, más allá de sus implicaciones ecológicas: la historia mundial registra muchas crisis provocadas por la escasez de alimentos, consecuencia de malas rachas climáticas.
El futuro de la democracia latinoamericana luce exigente, mas no desesperado. Si la participación y la deliberación colectiva son consustanciales a la democracia, las pistas para abordar los problemas en paz se hallan en el compromiso ciudadano para asumir y resolver los desafíos de su tiempo.
*Director de IDEA Internacional en Paraguay.
Fuente: Diario Última Hora