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Doctrina de la Seguridad Nacional en el stronismo (Parte 2)

Doctrina de la Seguridad Nacional

En la primera parte hicimos un resumido repaso del contexto político local e internacional, marcado por la Guerra Fría —que impulsó la llegada de Alfredo Stroessner al poder—, y de cómo ese contexto favoreció la consolidación de la dictadura más larga del continente.

Para inicios de la década del 70, un fuerte anticomunismo había impregnado la cultura paraguaya. Para esto fue decisiva la implementación de los programas del famoso pacto de cooperación norteamericano Alianza para el Progreso, a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), que funcionó hasta fines de la década del 60. El discurso anticomunista era repetido en las escuelas, en las iglesias, en el ámbito militar, el ámbito cultural, el ámbito educativo. Desde el gobierno se sostenía que estábamos bajo un peligro inminente de invasión o de infiltración por el comunismo. Se fue instalando que todos los que fueran opositores a Stroessner eran comunistas. Eso le daba al gobierno una suerte de «justificación» moral o política para los apresamientos (“si es comunista, bueno, algo habrá hecho”). El comunista podía ser un cura, podía ser un campesino, podía ser un liberal de derechas incluso más anticomunista que el propio gobierno, pero, si era preso por antistronismo, es que era comunista y eso era malo.

Lo que parecía simplemente una exageración, una sobreactuación, en realidad era la implementación estricta de la Doctrina de Seguridad Nacional (que ya tenía lugar a comienzos del régimen stronista), que no era más que llevar la Guerra Fría a las estructuras militares de América Latina: mediante la formación de miles y miles de militares sudamericanos en la Escuela de las Américas y, en consecuencia, su uniformización ideológica, se fue instalando la noción de que el enemigo ya no estaba más allá de las fronteras, como en la Segunda Guerra Mundial, sino que era interno, estaba entre nosotros, disfrazado como uno de los paraguayos o paraguayas u otros latinoamericanos. A ese enemigo interno había que descubrir y combatir.

Esta fue la base para la justificación de las distintas dictaduras militares de derecha de la región, y, por ende, del terrorismo de estado. Este terrorismo de estado tuvo muchas formas, intensidades y matices; no fue igual en Argentina, en Chile o en Paraguay, pero en todos los casos existía la misma justificación ideológica. Mediante la Doctrina de Seguridad Nacional, Estados Unidos optó por apoyar a gobiernos dictatoriales en América Latina con tal de impedir alguna penetración comunista en estos países. Miles y miles de latinoamericanos pagaron con sus vidas uno de los mayores genocidios del continente después de la colonización.

Este escenario fue desarrollándose en nuestro país desde inicios de la década del 60, cuando  ya estaba plenamente asentada la trilogía de poder Partido Colorado-FF. AA.-gobierno. Las violaciones a derechos humanos ocurrían aquí sin mayor trascendencia mediática mundial, pues todavía no existía una estructura internacional de defensa de los derechos humanos. Tampoco el poder de la prensa era aún tan grande, ni un paisito encerrado en el medio de América Latina despertaba mucho interés. Así, atravesamos en silencio la década del 60. Lo mismo ocurrió en la década del 70 porque lo que estaba ocurriendo en el resto de la región se había vuelto terriblemente más grande: por ejemplo, se estima que a mediados de los 70 había cerca de 30.000 desaparecidos en Argentina; y en Chile se reportaron al menos 6.000 muertos en los seis meses posteriores al golpe a Allende en septiembre de 1973. Frente a esa hecatombe, las 300 o 400 muertes en Paraguay ocurridas a lo largo de 35 años pasaban desapercibidas.

Es importante hacer un paréntesis aquí y preguntarnos sobre algunas diferencias esenciales de la dictadura stronista con otras de la región. Si tomamos los casos de Pinochet (Chile), Videla (Argentina), la serie de generales brasileños que gobernaron desde 1954 hasta 1985 o la de militares uruguayos, e incluso el caso de Hugo Banzer en Bolivia, todos eran militares de derecha que se hicieron con el poder de facto mediante golpes de Estado, con gobiernos integrados esencialmente por militares y algunos sectores civiles que apoyaban periféricamente. En el caso de Stroessner, si bien también llegó al poder mediante un golpe militar en mayo del 54, pudo continuar allí por tanto tiempo esencialmente porque se legitimó políticamente como candidato del principal partido político del país, la ANR.

Él no fue candidato de un partido militar pequeño, radical, accesorio. Fue candidato de la que ya en 1940 se perfilaba como la principal fuerza política del país. Supo desde el comienzo mismo de su mandato que o manejaba al Partido Colorado y a las Fuerzas Armadas a la vez y en partes iguales o no terminaría ese primer periodo. Pudo mantener satisfechos a unos y otros y “cortarle la cabeza” a aquel que pudiera potencialmente sucederlo, como el caso de Epifanio Méndez Fleitas en 1956, dirigente colorado bastante carismático, que incluso llegó a ser presidente del Banco Central, a quien exilió y no lo dejó venir nunca más. Lo mismo ocurrió entre 1959 y 1984 con los dirigentes del Movimiento Popular Colorado (MOPOCO), una fuerza juvenil muy importante en la década de los 50. Para ello se apoyó en Edgar L. Insfrán, que fue el ideólogo de todo el equipo de represión (le llamaban “el industrial del odio”). Pero, cuando, en 1966, Insfrán fue el más aplaudido en una convención colorada, perdió el cargo que ocupaba y hasta el rango de ciudadano. No volvió a aparecer en público hasta mediados de la década de los 80.

Otra forma de ejercer su dominación a lo largo de los años fue a través del “precio de la paz”, otorgando participación sobre todo a militares en negocios del Estado, importaciones, monopolios, y, fundamentalmente, en la repartija de tierras. Se estima que siete millones de hectáreas de tierras públicas fueron repartidas por Stroessner. ¿A quiénes? A políticos colorados y a sus coroneles y generales, que se mantenían leales porque una buena parte de ellos se habían hecho millonarios gracias a él.

Tuvo la claridad política de mantener la trilogía en donde siempre estaba él en la punta y de ambos lados del triángulo estaban las Fuerzas Armadas y el Partido Colorado, lo que se traducía en acciones de gobierno a favor de este último. El Partido Colorado era una institución privada, pero era también gobierno. Cuando cayó Stroessner, las estructuras edilicias de las seccionales coloradas eran en muchos pueblos del país las más importantes de la ciudad: el único estadio techado, el único polideportivo, el único lugar donde llevar a cabo una velada escolar amplia, el único lugar con un edificio de dos pisos… y el presidente de la seccional reunía las condiciones de juez de paz, de comisario, de autoridad civil, militar, de la localidad. Por supuesto, los ductos subterráneos que alimentaron siempre la economía del Partido Colorado provenían del Estado.

El clientelismo que sostenía a los civiles colorados era una característica que se fue perfeccionando a lo largo del stronismo. Si me preguntan cuál fue el legado más nefasto que dejó la dictadura, diría que es ese, de la mano de la exclusión social. Convencer a dos o tres generaciones de paraguayos de que eso es lo normal: que para ser maestro o maestra, enfermero, militar, funcionario público; para ser lo que sea en este país necesitás estar afiliado a la ANR. Así fue durante el stronismo: todos los médicos del Instituto de Previsión Social (IPS) eran colorados; nadie entraba a la Academia Militar si no era colorado de familia. Hasta hoy esas prácticas permean en la sociedad. El daño que eso produce a nivel social es enorme.

Otra característica particular del stronismo fue que el dictador era muy sensible a lo que se publicaba en la prensa, sobre todo en la prensa extranjera. Le molestaba e intentaba evitarlo por todos los medios. Las embajadas paraguayas tenían un rol importante en ese sentido. Eso influyó en que hiciera un gran esfuerzo por mantener una fachada de legitimidad llamando a elecciones, en las que tenía que participar un opositor, aunque fuera una farsa —esas decisiones además obedecían a la presión norteamericana, pues Stroessner era consciente de la necesidad de mantener buenas relaciones con los Estados Unidos—. Había campaña proselitista, había un parlamento opositor dócil, incluso había un Poder Judicial que, para casos no políticos, funcionaba con cierta independencia. Esa fue una diferencia esencial con las otras dictaduras militares del continente. Stroessner no solo era un dictador militar de derecha, sino, a diferencia de los otros, fue presidente honorario y candidato eterno del principal partido político del país.

Sin embargo, su gobierno, como está explicado más arriba, no estaba aislado de la realidad geopolítica de la época. Desde mediados de la década de los 60, las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética se volvieron menos tensas. Luego de que la crisis llegara a su momento de apogeo con la crisis de los misiles en 1962 —cuando Estados Unidos descubrió que Rusia había instalado bases de misiles en Cuba— se inauguró en 1963 el denominado “teléfono rojo”; un canal de comunicación directa entre ambas potencias, que ha sido utilizado desde entonces en diversos momentos de tensión.

El mundo también fue cambiado. En mayo del 68 se vivió en París una explosión de ideas muy novedosas para la época que se extenderían por todos lados (el denominado “mayo francés”). La época de los hippies, del rock and roll. Se conquistaron libertades sexuales, se liberalizó el consumo de drogas, pero, fundamentalmente, se estaba gestando el fin de una sociedad moralmente conservadora, como la que había primado al terminar la Segunda Guerra Mundial. Esa sociedad ideológicamente monocorde dio paso a un mundo un poco más convulsionado, y en lugares como África o América Latina emergían movimientos revolucionarios guerrilleros (los que llevaron a Estados Unidos a intervenir en varias partes del mundo).

Con el apoyo militar de Estados Unidos, llegó un punto durante la década del 70 en que la Guerra Fría tuvo un ropaje casi bélico en América Latina. Las fuerzas militares reprimían a una militancia juvenil de izquierda revolucionaria que en varias partes tomó las armas para intentar llegar al poder por la fuerza. Esta represión llevó a un exilio masivo de militantes. Tomando de vuelta el caso chileno como ejemplo, luego del golpe del 73, muchos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR, que en aquel momento contaba con 10.000 miembros) y de otros movimientos revolucionarios, ante la constatación de que en la capital y en otras ciudades sus compañeros estaban siendo asesinados, buscaron refugio en Argentina, en Uruguay, algunos pocos en Brasil y Paraguay. Lo mismo ocurrió luego en Argentina, contra grupos guerrilleros como los Montoneros o el  Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP); o en Uruguay, con los Tupamaros, organización guerrillera a la que pertenecía José “Pepe” Mujica —pero, fundamentalmente, contra todo lo que pareciera movimiento popular o progresista—.

En resumen, a mediados de los 70 muchos de los buscados ya se encontraban fuera de sus respectivos países, así que era necesaria la colaboración entre militares de los países de la región para capturarlos. Fue el inicio de la Operación Cóndor: un pacto de colaboración clandestina entre los ejércitos del Cono Sur para intercambiar información, equipos, prisioneros, e incluso llevar a cabo operativos mixtos que podían involucrar a dos o tres países al mismo tiempo.

Entrados los años 80, la balanza geopolítica empezó a inclinarse. Ronald Reagan y Margaret Thatcher ejercían un dominio económico y militar por sobre un Gorbachov que intentaba mantener a flote una nave estatal (compuesta en realidad por múltiples estados) cuyos gastos militares significaban el 25% del Producto Interno Bruto de la Unión Soviética. Así, a pesar de intentos reformistas como la Perestroika, la situación se fue desgastando en el bloque soviético hasta que, en 1989, cayó el muro de Berlín y se unificaron las dos Alemanias, lo cual, en última instancia, desembocó en la disolución de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas dos años después.

Curiosamente, en esa misma época, en ese mismo año y con el mismo ritmo se fue produciendo la declinación del stronismo. Después del auge de Itaipú, con toda la “plata dulce” que había ingresado a lo largo de la década de los 70, Paraguay entró en un estado de estancamiento económico que duraría 15 años —durante la década de los 80 el Producto Interno Bruto del país no creció ni el 1%—. Por otro lado, Stroessner (que para ese entonces presidía un régimen que se había quedado ya solitario a nivel regional) había envejecido, no permitía que nadie ascendiera en la carrera militar ni política, y se habían iniciado las tensiones internas en el Partido Colorado entre militantes stronistas y tradicionalistas. También la política exterior estadounidense se había flexibilizado. La embajada norteamericana ya no solo recibía a los colorados, también los opositores comenzaron a ir a conversar con el embajador. Y, finalmente, hacia 1989 Paraguay ya solo tenía relaciones fructíferas con muy pocos países, como Sudáfrica, Taiwán y Chile (donde todavía continuaba gobernando Pinochet).

Aun así, la fenomenal hegemonía colorada continuaba. Si bien los actos de violaciones a derechos humanos se habían suavizado, cuando Stroessner cayó lo hizo con una ciudadanía que recién empezaba a salir a las calles, pero que no tenía la fuerza para derrocarlo per se. Su caída se dio mediante el golpe de estado llevado adelante entre militares y civiles; entonces, se fue Stroessner, pero no los stronistas. La transición fue tutelada por los militares y los stronistas, con una oposición sin capacidad de articularse y un Partido Colorado capaz de adaptarse y mantenerse en el poder. Una transición que no destruyó los valores culturales de aquel anticomunismo, conservando la matriz conservadora construida sobre las bases de un país con uno de los niveles de aceptación de la Iglesia Católica más altos de la región, con una vasta historia de autoritarismo y un fuerte respeto social por los militares, cosas que alguna vez debemos plantearnos cambiar.

Resumen del Conversatorio realizado el 30 de octubre del 2029, por Alfredo Boccia Paz, sobre la Doctrina de la Seguridad Nacional en el stronismo Parte 2.

Fuente fotos: Archivo Decidamos, Última Hora, Meves

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